Me contaba una excelente amiga, que en un establecimiento de la ciudad dedicado al cuidado de pies, uñas etc. al que acudió como usuaria, fue testigo de cómo un grupo de señoras clientas que allí se encontraban, se permitían como entretenimiento, el poner verde al gobierno de la nación, juego en el que cada interviniente trataba de superar a la otra a base de calificaciones lapidarias hacia el presidente, sin emplear para ello en ningún momento ni una sola razón o argumento basado en datos respecto de la gestión llevada a cabo por el mismo en estos años de legislatura como para merecer los improperios.
Trató de Intervenir en tal coro de juicios baratos mi confidente y amiga para llamarles la atención sobre la necesidad de basar tales juicios de valor y descalificaciones en hechos ciertos, en datos objetivos y públicos que se pudieran contrastar, lo que solo consiguió excitar aún más a las contertulias.
No sé cómo terminó la cosa, pues mi amiga abandonó la trifulca en el momento en que comprobó que clientas y usuarias perdían el juicio y se disponían a mostrar sus uñas (nunca mejor dicho), no ya a la trabajadora del ramo que asistía enmudecida, sino a la persona que había tenido la osadía de pensar y hablar de forma diferente a las suyas llevándoles la contraria y tratando de introducir algo tan difícil como la cordura.
Constato, de un tiempo a esta parte, la confusión existente en el empleo de la palara opinión cuando, las más de las veces, lo que escuchamos son juicios sumarísimos y valoraciones sin base alguna, eslóganes lapidarios empleados como si de opiniones se trataran.
En general se opina poco; a lo que asistimos ahora es a un concierto de descalificaciones de enjuiciamiento y de condenas sin probatura alguna, lo cual no puede considerarse una opinión sino una imposición de lo que muchas personas entienden como cierto sin prueba alguna.
De entrada, para opinar hay que estar bien informado / a y eso, en los tiempos que corren es mucho pedir, dadas las fuentes empleadas que vienen compitiendo entre sí en crear más confusión y en generar odio si es posible que suele ser su objetivo.
Un estratega estadounidense del pasado siglo, Arthur Finkelstein, utilizaba y recomendaba con éxito una receta magistral para ganar elecciones: inocular el odio en el votante.
Muchos dirigentes mundiales confiaron en él y en su fórmula mágica y efectiva: ataca sin piedad a tu contrincante, y conviértelo en alguien tan digno de odio que sus propios simpatizantes optarán por abstenerse.
Haz de él un enemigo, un peligro para todos. Utilizaba Finkelstein para ello una poderosa herramienta dialéctica para arremeter contra los principios ideológicos del adversario: convertir sus ideales en insultos a fuerza de repetirlos con desprecio una y otra vez. En realidad, esta fórmula ya la había inventado el ministro de propaganda de Hitler, Goebels.
Finkelstein dejó a sus clientes tan plenamente satisfechos que terminó inspirando una forma de hacer política que ha dejado huella.
Y lo más preocupante: ha encontrado un enorme margen de mejora gracias a las infinitas posibilidades que ofrecen las redes sociales para que los debates de ideas y programas queden enterrados en el lodo, y el móvil de la política quede bajo el influjo de los instintos, de las bajas pasiones o de las emociones, entre las cuales se encuentra el odio.
Exactamente eso es a lo que estamos asistiendo tanto en la pasada campaña y en el arranque de la inminente del 23 de Julio, a la proliferación de pseudoopiniones, ácidas y cargadas de odio, repetidas hasta la saciedad a modo de exabruptos hacia los adversarios a los que hay que tumbar.
La viralidad vía redes favorece la amplificación de ese objetivo y la sensación de peligro, por muy desactivado que esté, se vuelve real. Emerge entonces el reproche social permanente hacia los que se designan como responsables, es decir, los enemigos que merecen, por tanto, cualquier cosa.
De esta forma, la política queda inmersa en un bucle emocional del que resulta difícil salir. El odio se convierte así en un capital político y un factor de cohesión capaz de generar oleadas de votantes por doquier que, no solo tienen un modo de pensar parecido, sino, lo que es más importante, se unen en el reconocimiento de enemigos políticos comunes.
Se trata, por tanto, de un diseño, el de fabricar campañas de descrédito del adversario/enemigo y noquearlo de un derechazo emocional, porque el odio se puede fabricar como estamos comprobando.
En esas estamos aquí y ahora en el verano de 2023 pendientes de si el odio se sale con la suya.
De entrada, opino con fundamento que son los responsables de la ultraderechización de las sociedades, España entre ellas.